Viaje de ratón a humano

Viaje de ratón a humano.

En el Instituto Nacional de Salud Mental de los Estados Unidos, Philip camina en silencio por el pasillo helado del laboratorio. Como cada día, levanta una a una las tapas metálicas que cubren los módulos del experimento. Dentro, bajo la luz blanca y constante, los ratones apenas se mueven.

En uno de los compartimentos, una nueva camada ha nacido. No debería ser noticia. Ratones naciendo, simplemente. Pero últimamente, cada camada es más pequeña, y cada nacimiento más frágil. Philip cuenta ocho cuerpecillos inertes, tibios, sin nombre. En una esquina, una cría aún viva tiembla sola, como una mota de algodón manchada y perdida. Duele verla. No por excepcional, sino por lo que anuncia: el final. Tal vez esa sea la última. El último aliento de un experimento que comenzó con promesas y cifras, y termina con silencio y cuerpos sin alma.

Corre el año 1969. El hombre está a punto de pisar la Luna. El mundo vibra con una fe ciega en el progreso, la ciencia, la posibilidad de entenderlo todo. Se hacen preguntas nuevas, y se ejecutan experimentos que, más tarde, el tiempo y la ética tacharán de inadmisibles. Este fue uno de ellos.

Se llamó Universe 25, y lo diseñó el etólogo estadounidense John B. Calhoun. Más adelante entenderemos por qué eligió ese nombre. El diseño era simple y brillante: colocar cuatro parejas de ratones —ocho en total— en un entorno cerrado, limpio, sin amenazas, con comida y agua ilimitadas, temperatura perfecta. Un paraíso controlado. El objetivo: observar hasta dónde puede expandirse una sociedad cuando nada le falta.

El resultado fue más inquietante que cualquier hipótesis.

Porque el límite no fue el espacio, ni los recursos. Fue el alma. O lo que de alma pueda tener una colonia de roedores.

En apenas 25 generaciones, la colonia se desmoronó. Los machos se volvieron erráticos: algunos agresivos, otros apáticos. Las hembras dejaron de cuidar a sus crías. Algunas se comían a los recién nacidos. Surgieron ratones que se retiraban en soledad, otros que vivían solo para comer, limpiarse, dormir. A esos últimos los llamaron los hermosos. Tenían el pelaje intacto, ningún rasguño. Y ningún deseo de vincularse, de luchar, de reproducirse. Solo eran inmaculados, inertes por dentro.

Y así, en menos de cuatro años, la comunidad entera colapsó. No por hambre, ni por frío. Sino por haberlo tenido todo.

El experimento me dejó pensando, como imagino que le ocurrió a todos… menos a los ratones hermosos.

¿Será nuestra sociedad una réplica ampliada de Universe 25? ¿Qué ocurre en aquellas civilizaciones que han alcanzado —o creen haber alcanzado— el bienestar total? ¿Realmente estamos tan lejos de ese destino final?

A veces me pregunto qué habría pasado si, en aquel experimento, una colonia menos mimada hubiese sido introducida en el recinto. ¿Habrían durado más allá de las veinticinco generaciones? ¿Habrían encontrado un modo distinto de gestionar la abundancia?

Y en ocasiones, no sin inquietud, me asalta una idea incómoda: que no fuimos nosotros quienes observamos a los ratones, sino ellos a nosotros. Que somos su experimento.

Busco respuestas como quien hojea un oráculo, y abro un atlas. Me detengo en las zonas más claras del mapa, aquellas donde el índice de desarrollo humano es alto, donde las aceras brillan y los datos sonríen.

Escandinavia reluce con precisión milimétrica. Y Japón, desde el otro extremo del mundo, proyecta una sombra muy parecida.

Bajo la nieve ordenada, los países nórdicos enfrentan una decadencia suave, casi imperceptible. No hay guerras, ni hambre, ni colas para el pan. Pero hay otra cosa. Una tristeza educada, de interiores silenciosos y cenas solitarias. La natalidad cae. Las cunas duermen vacías mientras los geriátricos se desbordan. La familia se ha vuelto líquida, el apego una rareza. La depresión se disfraza de eficiencia. El alcohol entra por las rendijas de las casas y se instala, callado, en los armarios.

Y mientras tanto, emergen los equivalentes humanos de los ratones hermosos. Viven solos, sin hijos, sin pareja, impecables con carreras brillantes y agendas sin domingos. No luchan, no aman, no arriesgan. Solo están. Y es ese "estar" lo que duele.

Pero el experimento no acaba ahí. En los últimos años, otras comunidades han irrumpido en ese paisaje aséptico. La inmigración, con su carga de vitalidad y también de conflicto, ha alterado el equilibrio. En algunas zonas, el choque ha sido violento. En otras, simplemente incómodo. Los guetos crecen. Las escuelas se llenan de lenguas extranjeras. La identidad se fragmenta. Algunos lo llaman integración. Otros, fractura.

Y entonces uno se pregunta: ¿cuántas generaciones más habría durado Escandinavia sin esa sangre nueva?

La respuesta, quizá amarga, la tiene Japón. Allí no dejaron entrar a nadie. Apostaron por la pureza del sistema. Resultado: los mismos síntomas, agravados. Soledad estructural. Suicidios de adolescentes. Tasa de natalidad por el suelo. Ancianos que mueren sin que nadie reclame sus cuerpos. Una juventud sin prisa, sin hijos, sin deseo de pertenecer.

No hay bandas, ni guetos, ni violencia importada. Pero tampoco hay futuro.

El paraíso sin mezcla es también un callejón sin salida.

Y sin embargo, seguimos.

Pero no todas las sociedades viven su ocaso desde un sillón escandinavo ni desde la pulcritud nipona. Hay otro extremo. El lado áspero del péndulo. Ese donde la vida se abre paso como las raíces en el asfalto, tercas, desordenadas, ajenas a cualquier diseño. Allí, la pregunta no es cuánta gente nace, sino cuántos llegan a vivir un día más.

En Gaza, cada amanecer trae consigo un centenar de nacimientos. Niños que no han conocido el silencio, ni la paz, ni el pan garantizado. La maternidad se da entre ruinas, las escuelas improvisadas en tiendas, y la infancia corre por escombros, en busca de una normalidad que nunca existió. Y sin embargo, nacen. Siguen naciendo.

En Afganistán, donde el viento arrastra siglos de conflictos, las mujeres siguen trayendo hijos al mundo, aunque muchas de ellas no lleguen a conocer sus nombres. Allí, el suicidio no es solo estadística, es a menudo el grito ahogado de quien no encontró salida en una celda de reglas invisibles.

En Haití, el calor es espeso, y la vida, frágil como el cristal viejo. La criminalidad, la desesperación, los temblores de la tierra y de la sociedad dibujan un paisaje donde la muerte es cotidiana, pero el nacimiento aún más. Como si la esperanza insistiera en llegar, incluso a deshora.

En Sierra Leona o Somalia, los niños ríen igual, aunque no sepan con certeza qué comerán mañana. La soledad allí no es la de quien vive sin vecinos, sino la de quien sobrevive sin Estado, sin cuidados, sin futuro previsible.

Y sin embargo, el alma de estas sociedades es joven, vibrante, caótica, sí, pero viva. Porque allí donde todo falta, la necesidad une, empuja, obliga a continuar. Lo esencial —el otro, la comunidad, el presente— nunca se ha ido.

Entonces, ¿qué separa a los ratones bellos de los niños que crecen en ruinas?

Tal vez solo una cosa: la urgencia de vivir.
Donde hay todo, ya no hay nada que anhelar.
Donde falta todo, cada día se convierte en un acto de afirmación.

Dos extremos. Uno alimentado por el exceso. Otro, por la carencia.
Pero ambos se acercan, desde rutas distintas, al mismo borde de la extinción:
el lugar donde ya no queda sentido, ni impulso, ni propósito.

Nos levantamos por las mañanas. Llenamos formularios. Hacemos café. Enseñamos a los niños a decir por favor. Ordenamos nuestros días como si fueran a durar para siempre. Ignoramos la grieta que se abre, discreta, bajo nuestros pies.

Quizá no nos extingamos como los ratones. Tal vez sepamos reinventarnos. O tal vez no. Pero si hay algo que el experimento no pudo medir —ni la estadística prever— es la capacidad de crear significado donde no lo hay.

Los ratones hermosos no se reproducían porque su mundo, perfecto, no les exigía un propósito. Pero nosotros, los humanos, tenemos la extraña habilidad de inventar metas. De amar a alguien que no nos asegura nada, de plantar un árbol que no veremos crecer, de luchar por una idea que no se cumplirá en nuestra vida. Tal vez el paraíso no sea el final, sino el verdadero comienzo. El desafío no es sobrevivir a la escasez, sino encontrar un motivo para vivir en la abundancia.

Quizás, la verdadera pregunta no es qué pasaría si introdujéramos en la caja a una colonia menos mimada, sino si seremos capaces, desde la comodidad, de crear nuestro propio desorden, nuestro propio caos productivo. De arriesgar el bienestar por la posibilidad de un nacimiento que no sea solo un número, sino un acto de fe.

Y si lo logramos, el experimento del progreso no habrá terminado. Solo habrá empezado a ser humano.

black blue and yellow textile
black blue and yellow textile

Javier escribe con la inquietud de quien se pregunta si la comodidad basta o si solo el riesgo y el caos nos hacen verdaderamente humanos