Sandalias, sotanas y Rolex.

La veo en el tren que conecta el aeropuerto con Roma, sentada justo delante de mí, camino del funeral del Pontífice. Lleva un hábito de un color marrón tierra, áspero, casi del mismo tono que la piel reseca de las tierras de labranza. Su rostro, blanco como una hoja olvidada al sol, sugiere que solo ha vivido la muerte de dos papas. No es anciana, pero sus ojos saltones, de un marrón opaco como el de su hábito, miran el mundo con la intensidad de quien ha visto más de lo que ha contado.

Son sus manos las que me inquietan. No pertenecen a una monja de claustro apacible, sino a una campesina que ha arrancado raíces duras con los dedos desnudos o a un condenado a galeras. Las yemas, desproporcionadas para sus pequeñas palmas, se hinchan como nudos de madera vieja. Las venas sobresalen en alto relieve, como caminos secos sobre un terreno agrietado.

Y las sandalias... son de esparto, tan desgastadas que solo el cálculo mental me permite imaginar su historia: una herencia de otra religiosa, que a su vez las recibió de otra, en una cadena silenciosa de pobreza y resistencia. No son calzado; son memoria trenzada.

Normalmente, no dejaría escapar una ocasión así. Estoy convencido de que tenemos muy poco en común, pero justo por eso la conversación sería apasionante. Sin embargo, hoy me contengo. Sé que a veces mi curiosidad me vuelve un mendigo de historias, un viajero ridículo que arranca respuestas a desconocidos por puro hambre de comprender. No quiero avergonzar a mis acompañantes. No esta vez.

Y, aun así, mientras el tren avanza, sé que si alguna vez el destino me ofrece otra oportunidad como esta, no la dejaré escapar.

Ya en Roma, me doy cuenta de que es una ciudad tomada, las sirenas no dan tregua. Cortan el aire en oleadas, empujando a convoyes de coches blindados por calles vigiladas con la mirada gélida de la policía. Cada esquina parece un puesto de control improvisado, donde se respeta al turista, pero noto la mirada de mil ojos en mi nuca, Roma no respira, resiste.

Los peregrinos, los que imaginaba ocupando cada plaza, son apenas gotas dispersas. Veo grupos de boy scouts caminando con la seriedad de una procesión. Sacerdotes de sotanas ajadas se deslizan entre la multitud como piezas olvidadas de otro tiempo. Un tullido que en otro tiempo perdió su pierna y arrastra sus muletas por la ciudad santa para que le crezca una nueva. Los cardenales, con cruces plateadas sobre el pecho brillando al sol, bonetes rojos, fajas resplandecientes y gafas de sol, apenas los miran; se deslizan entre la multitudinaria como cisnes en un estanque ignorando a las ranas que chapotean abajo.

Sigo avanzando. Y, aunque lo sé, cada paso me sorprende: para llegar a la futura tumba de un pescador con sandalias, debo atravesar templos modernos de lujo: escaparates de Prada, de Rolex, de Patek Philippe. Mi reflejo se desliza sobre vitrinas impecables que no tienen nada de sagrado, salvo el culto al dinero.

La ciudad luce sus mejores galas. Es año jubilar y Roma ha sido limpiada, restaurada, lustrada hasta el extremo para recibir a cojos, ciegos, enfermos, lisiados que arrastran sus cuerpos y su fe por las calles antiguas, buscando la bendición de un hombre que ya no puede levantar la mano.

Roma no se detiene. Ha visto morir a 265 papas antes que Francisco. Ha sentido llorar a sus muros, ha dejado correr la sangre por sus piedras, ha aclamado, ha traicionado, ha resistido. Y sigue, siempre sigue. Inmortal no por su mármol, sino por su capacidad para sobrevivirse a sí misma.

Y yo, caminando entre estos ecos de grandeza y miseria, sé que Roma enseña una lección silenciosa: lo que parece eterno no es la gloria, ni la fama, ni el poder. Lo eterno es seguir andando, como esa monja de sandalias heredadas, como este tren, como ese paso tras paso entre sirenas y piedra.

Esta vez callo. Pero la próxima vez, prometo, no dejaré escapar la voz de los que caminan cerca de la tierra.

Escribí este texto cuando mi viaje a Roma coincidió, inesperadamente, con el funeral del Papa.