Lo que queda bajo la piel.
Cuando la inteligencia artificial no nos sustituye… nos infecta.
Leí la cita una noche, en un grupo de WhatsApp. Uno de esos en el que los pensamientos se mezclan con audios de voz, desvaríos de medianoche y reflexiones que, de tan inesperadas, se sienten casi revelaciones.
La escribió él. Mi amigo. A veces maestro, a veces guía, siempre inclasificable. Lo he comparado con el Juan de Mairena de Machado, con el Zaratustra de Nietzsche, y —en noches de vino y carcajada— hasta con el Don Juan de Castañeda. Él fue quien lanzó aquella frase con la naturalidad de quien habla del clima:
“Nunca confundas el personaje y la persona, porque llegará el momento en que tendrás que quitarte la máscara, y no debería ocurrir que al sacártela te arranques la cara.”
Machado, dijo.
Y en mí nació una sospecha, una grieta. ¿Sería cierta? ¿Sería suya? Con una extraña mezcla de culpa y gozo, me lancé a buscar. No por amor a la verdad, sino por esa malsana esperanza de ver tambalearse al maestro.
Sin embargo, la búsqueda me desvió. Dejé de preguntarme si la frase era suya. Me quedé colgado en ella, en la imagen. Una máscara adherida tanto tiempo a la piel que al arrancarla se arranca también la carne. Vi mi propio rostro despegándose como se le despega la cara a un cerdo, en esas matanzas rurales en las que el vapor de la sangre aún está caliente y el cuchillo canta entre la grasa. Sentí vértigo.
Imaginar la escena removió las vísceras de mis recuerdos, de cuando asistia a matanzas, de cuando tenía otra máscara, otra cara, otro yo.
Días más tarde, cuando la cita ya se había secado como una mancha de café en el fondo de mi memoria, leí un artículo sobre la inteligencia artificial. Y todo cobró sentido.
Comprendí que la inteligencia artificial no vendrá a sustituirnos. Vendrá a infectarnos.
Primera fase: la pulga
Al principio, la IA se nos presentó como un asistente. Tecleábamos, preguntábamos, y ella respondía. Pequeños destellos de oráculo moderno. Nos sentimos dioses. Pero esa fue solo la primera picadura. La pulga sobre la rata. Mongolia, siglo XIV. La antesala de la peste.
Segunda Fase: La tentación de Turing
Dejamos de teclear. Empezamos a hablarle. La IA ya no era texto, era conversación, voz, vídeo, emoción programada. La interacción se volvió orgánica. Humana. Adictiva. Nos respondía con memes, clips, respuestas que nos leían el alma. Y nosotros, fascinados, bajamos la guardia.
Tercera fase: el desembarco
La tercera etapa se acerca, y cuando decimos “se acerca” en el mundo de la IA, decimos ayer.
Llegará un visionario. Un loco con Asperger, mirada de fiera domesticada y discurso mesiánico. Un nuevo Prometeo. Nos ofrecerá Neuralink —o lo que venga después— y conectará nuestra conciencia a la red.
No necesitaremos preguntar: bastará con pensar. Y un eco nos devolverá la respuesta.
Los idiomas se nos instalarán en la lengua con la fluidez del agua. Nuestros dedos dibujarán con la precisión de Miguel Ángel o peor aún, de una impresora laser. Las matemáticas serán poesía, y comprenderemos por fin la factura de la luz.
Cuarta fase fase: la brecha
Y entonces llegará la división. Como en todas las plagas, habrá quien sobreviva y quien no.
Internet ya nos enseñó la lección: si no pagas por el producto, el producto eres tú.
Los que puedan pagar implantes limpios, podrán vivir sin anuncios pegajosos en la corteza prefrontal, sin susurros comerciales en mitad del sueño REM, serán los nuevos Homo cyberneticus, con criterio y dueños de si mismos. Una casta conectada, expandida, perfecta.
Los demás...
Serán los Homo primigenius. Humanos sin evolución. Los que no pudieron pagarse la actualización. Los que llenarán sus mentes con versiones IA de Sálvame naranja o El milagro de Patricia. Las migajas de la era digital.
Y no, la IA no será una herramienta, como repiten los expertos. Será un suministro, como el agua, la luz o el oxígeno. Algo sin lo cual no se puede existir.
La brecha no será de clases: será de especies.
Entonces me asaltó el miedo. El más íntimo. El más bajo.
Pensé en mi hija. Habla cinco idiomas con la ligereza de quien canta, y chapurrea alemán como quien salta a la pata coja. Siempre creí que esa habilidad le abriría puertas. ¿Pero de qué servirá, si un niño implantado podrá hablar cien lenguas al nacer?
¿Qué sentido tendrá su esfuerzo, su memoria, su gracia natural?
¿Y yo? ¿Acabaré vendiendo un piso heredado para pagar mi propio implante? Y si lo hago… ¿podré permitirme también el de mi mujer? ¿El de mi hija?
Y si no… ¿las seguiré amando cuando mi CI sea de 180 mientras el suyo antaño espectacular ahora roza el 120?
Si el cociente intelectual de un humano promedio es 100, y el de un chimpancé ronda los 60, la diferencia es de apenas 40 puntos. Entre mi hija y mi esposa —sin implante— y yo —con 180 de CI artificial— habrá una brecha de 60. Más que la que nos separa de un simio.
Dios mío… ya no seremos de la misma especie.
Esa sola idea, la posibilidad de que el amor se vea alterado por una intervención quirúrgica, me produjo una desazón tan intensa como aquel día en que, caminando descalzo, tropecé con la pata del sofá y sentí que el mundo entero se concentraba en el dedo del pie.
Sé que acabaré donando ese piso a mi hija. No para que viva en él. Para que lo venda. Para que pague su implante y no se quede atrás.
Y sé también —me cuesta admitirlo, pero lo sé— que cuando ella tenga un CI de 180, quizá ya no me quiera.
Aun así, seguiré bebiendo vino con mi mentor. Citaremos a Machado —aunque no sea Machado—, discutiremos sobre Nietzsche, sobre la entropía, sobre la poesía que aún queda en el mundo.
Yo no podré alcanzarlo, ni siquiera con implantes.
Pero hubo un día, uno solo, en el que lo rocé con la punta de mis dedos.
Y con eso me basta.