Pierre Dubois se levanta temprano. Son las siete de la mañana en Lyon y afuera el cielo amenaza lluvia. En la mesa, su desayuno: café negro, un trozo de baguette y la radio encendida. En las noticias, una nueva reforma presupuestaria. El Gobierno vuelve a hablar de “ajuste”, de “responsabilidad fiscal”, de “moderación del gasto”. Pierre suspira, apaga la radio y se pone la chaqueta amarilla. Hoy hay manifestación. Otra.

En el metro, los carteles con cifras y promesas se confunden con los grafitis de las estaciones. “114 % de deuda pública”, dice el diario gratuito. Nadie parece leerlo. Pierre, profesor de historia en un instituto público, no se siente responsable de esa cifra. “Que lo paguen los ricos”, murmura. Y, sin saberlo, pronuncia la frase que define a todo un país.

La Francia que no quiere despertar

Francia lleva años caminando sobre una cuerda floja económica. Con una deuda que supera el 114 % del PIB y un 21% de la población trabajando para el estado, el país vive una contradicción permanente: quiere mantener su modelo de bienestar, pero rechaza cualquier ajuste que lo haga sostenible.

El resultado es una sociedad fatigada, crispada y, sobre todo, atrapada en un bucle psicológico: el sesgo de confirmación. Los votantes franceses —como Pierre— buscan noticias y discursos que reafirmen su convicción de que el problema está fuera, nunca dentro. Que la culpa es del sistema, de Bruselas, de los bancos o del Gobierno, pero nunca de su propio modelo de gasto y protección.

Durante los últimos tres años, cinco primeros ministros han intentado poner orden en ese equilibrio imposible. Todos han caído por el mismo motivo: nadie quiere ser quien diga que la fiesta se ha acabado.

El espejo que devuelve la IA

Intrigado por esta paradoja, pedí a una inteligencia artificial que analizara el perfil psicológico del votante francés. Le pedí que no pensara en cifras ni en ideologías, sino que imaginara a Francia como si fuera una sola persona.

El resultado fue tan preciso como inquietante: una mente brillante, culta, orgullosa, con rasgos obsesivos de control, ansiedad ante la incertidumbre y un fondo de narcisismo moral. Una persona que necesita sentirse superior para no sentirse vulnerable.

Pero lo verdaderamente perturbador llegó cuando, desde mi habitual superioridad moral mediterránea, le pedí que hiciera el mismo ejercicio con España.

Y el diagnóstico fue peor.

El espejo que tampoco queremos mirar

El “votante español” —según el mismo modelo— es emocional, improvisador, simpático y brillante, pero incapaz de mantener la atención en lo importante. Vive en el presente, confía en la suerte y delega en el Estado lo que no quiere planificar. Tiene algo de niño y algo de superviviente. Se indigna rápido, pero se cansa antes. Y mientras protesta por los impuestos, pide más ayudas.

En otras palabras, si el francés vive en la neurosis del control, el español vive en el déficit de atención colectiva.

Ambos, sin embargo, comparten un mismo miedo: perder el bienestar sin asumir los sacrificios que implica sostenerlo.

Europa como diván

Quizás Europa, más que una unión política, sea una gran consulta de psicoterapia colectiva. Cada país con su trauma: el alemán con su culpa, el francés con su orgullo, el español con su desidia. Todos discutiendo quién tiene razón mientras la deuda crece, las calles se llenan de pancartas y los presupuestos se inflan como globos de feria.

Pierre, el profesor de Lyon, sigue caminando bajo la lluvia, rodeado de miles de personas como él. Canta consignas contra el Gobierno, pero no contra la deuda. Defiende su Estado social, pero no se pregunta quién lo paga. Al final del día, volverá a casa convencido de que ha hecho lo correcto.

El votante que no quiere mirar el espejo

Por Francisco Javier Giménez