El despertar del musgo.

El mar lame con constancia las rocas. Sube y baja como si respirara con ellas, besándolas apenas a unos centímetros de los pies descalzos del niño. El sol se filtra entre las nubes altas, y el aire huele a sal, madera vieja y paciencia. En la punta del espigón, el abuelo, con su gorra descolorida y manos curtidas, enhebra el anzuelo con una gamba transparente, tan pequeña y desafortunada que parece ya resignada a su destino.

—Abuelo, ¿cómo puedes saber tantas cosas? —pregunta el niño, sin apartar la vista del agua.

El abuelo sonríe sin levantar la mirada del anzuelo. Lo lanza con un movimiento suave que apenas altera la superficie.

—¿Tantas cosas, dices? —responde—. Tendrías que ver lo que sabe el hombre más sabio del mundo. ¿Quieres oír su historia?

El niño asiente, intrigado. Y entonces el abuelo comienza:

—Hace doscientos años, en una ladera solitaria del Himalaya donde el viento apenas se atreve a cruzar sin pedir permiso, un monje tibetano llamado Tenzin se prepara para una jornada de meditación profunda, con la única intención de pasar el día en contemplación, bajo un árbol que desde hace generaciones es considerado sagrado por los habitantes del valle.

Es otoño. El aire huele a piedra fría y a resina. Las nubes, como rebaños mansos, se mecen lentas entre los picos nevados. Elige un ciprés del Himalaya, alto y silencioso, la copa roza las nubes bajas como si escuchara sus secretos. A sus pies, raíces nudosas se hunden como arterias en la montaña. Tenzin coloca su manto cuidadosamente, se sienta en posición de loto, y cierra los ojos. La hora: poco antes del crepúsculo, cuando el sol ya no calienta pero tampoco ha muerto.

Antes de sumirse en su meditación, llama suavemente a un rabilargo del Himalaya, de plumaje azul celeste y canto que, según los ancianos, guía el alma hacia la compasión. El pájaro acude, revoloteando con elegancia, se posó sobre una rama cercana. Tenzin le hace un encargo: —Cuando caiga la noche, despiértame.

El rabilargo inclina la cabeza, como si entendiera. Pero el mundo, incluso el más puro, guarda rincones oscuros. Desde entre las sombras del matorral, un zorro del Himalaya, de pelaje grisáceo y ojos de cobre, acecha. En un instante silencioso como un parpadeo, salta. Las plumas azules danzan en el aire como un adiós no pronunciado.

Allí quedó Tenzin, esperando el canto como la tierra espera el agua.

Las estaciones pasan, suaves como pinceladas. El árbol crece. Su tronco se ensancha hasta curvarse lentamente en torno al cuerpo inmóvil del monje, como si el ciprés lo abrazara. El musgo trepa sus ropas, y luego su piel. Las hormigas usan su brazo como puente entre el suelo y el árbol. La lluvia esculpe surcos en su carne hasta volverla piedra. Los líquenes se aferran a su frente. No es ya un hombre, sino una extensión del paisaje: un eco vegetal de lo que fue.

Un amanecer dos siglos más tarde, el mismo viento vuelve a recorrer la montaña, con la cautela de quien entra a una estancia sagrada. Y entonces ocurre.

Un rabilargo, descendiente del que jamás volvió, se posa en el hombro cubierto de musgo. Mira el horizonte. El primer rayo de sol corta la niebla. El pájaro canta para dar la bienvenida al astro.

Y entonces, un crujido, más leve que la queja de una hoja al ser mordida por una hormiga, se oye entre las montañas por todos los habitantes del valle llamando la atención más que un trueno ensordecedor.

Los párpados de Tenzin, cubiertos de líquenes, comienzan a abrirse. Detrás de ellos, dos ojos antiguos se encienden con la inocencia de un primer día. No hay sorpresa ni temor en ellos. Solo una claridad insondable. El musgo cae de su cuerpo como un velo desprendido, y la tierra parece respirar con él.

Se pone en pie. El árbol, ya viejo, inclina levemente una rama como despidiéndose.

Tenzin desciende de la montaña.

El monasterio al que había pertenecido es ya ruina y olvido. Sus muros están rotos, sus estatuas decapitadas por el tiempo o por hombres. Pero Tenzin no llora. Se sienta sobre una piedra, cierra los ojos, y después de un momento, se levanta.

Y coloca la piedra.

Al día siguiente, otra.

Y así, día tras día, reconstruye. Primero un refugio donde dormir. Después un altar donde meditar. Los aldeanos comienzan a venir. Al principio con preguntas. Luego con piedras. Después con maderas. Algunos se quedan para ayudar. Otros solo escuchan y se marchan en silencio. Con cada piedra que se colocaba el monje respondía una pregunta y los aldeanos aprendían con sus respuestas, pero el monje adquiría nuevo conocimiento del ser humano con sus preguntas. Solo eso aprendió de los dos siglos de meditación, solo eso, pero nada más y nada menos que eso, a escuchar y a aprender de lo escuchado.

Aún hoy, entre las nieblas del Himalaya, hay quien cuenta que el templo más silencioso del mundo se levanta piedra a piedra desde hace años, construido por un hombre que ha visto al mundo dormir durante dos siglos... y que aún sigue respondiendo, aún sigue aprendiendo.

El niño se queda un momento en silencio, observando cómo el anzuelo desaparece bajo la superficie tranquila. El abuelo tira del sedal, para notar la vibración que hace el pez al morder el anzuelo, sin apartar la vista del mar, añade:

—¿Sabes cuál es la moraleja?

El niño extasiado con el relato del anzuelo niega suavemente con la cabeza, Al ver sus enormes y curiosos ojos, el abuelo nota la vibración que esperaba.

—Muchos creen que fue Tenzin quien durmió durante doscientos años. Pero lo cierto es que fue el mundo el que se adormeció a su alrededor. Porque más allá de los trenes, los cables, las pantallas y las palabras grandes, el hambre sigue desgarrando estómagos mientras otros se hartan. Las guerras cambian de nombre pero no de esencia, y se protestan con una mano mientras las financian con la otra. Se habla de meditación como si fuera un bálsamo, cuando en realidad lo urgente es despertar.

Tenzin no fue quien se ausentó del mundo. Fue el mundo quien se olvidó de mirarse. Él simplemente regresó para recordárselo.

El niño asiente, sin decir nada, mientras el mar vuelve a besar las rocas, como si también escuchara.