El despertar del mono desnudo.
La serpiente se pregunta: —¿Qué vino antes, la gallina o el huevo?
Y no tarda en responderse: —Indudablemente, primero vino un pájaro que no era una gallina, y puso un huevo que sí era de gallina.
Normalmente, su razonamiento lógico-evolutivo —esa forma circular, aguda y deliciosamente inútil de pensar que tanto le gustaba— le habría hecho sonreír con satisfacción. Le encantaba pensar así, por el puro gozo del pensamiento. Sin consecuencias, sin dogmas, sin audiencia. Pero aquel día, el pensamiento le deja un regusto amargo. No hay nadie con quien compartirlo.
Y entonces lo ve: A él. Adán.
Olisqueando unas flores, ajeno a todo. Con la mirada curiosa de un ciervo, el cuello fuerte de un atleta, el alma dormida de un pez.
Y junto a él, Eva. Hermosa, sí, perfecta incluso, pero con la mirada perdida en el vacío, como si aún no hubiera despertado en su propio cuerpo. Como si existiera sin saberlo.
Ese día, Lucifer —porque sí, esa serpiente fue ángel— se siente sembrado y ocurrente. Por fin intuye una solución para no estar solo. Tal vez, si enciende en ellos la chispa adecuada, ya no serán bestias sagradas sino interlocutores. Por fin tendrá a alguien con quien pensar.
El Edén es exuberante y denso como una selva tropical al mediodía. Huele a fruta madura, tierra mojada y hojas grandes que sudan al sol. No hay caminos, solo raíces que se entrelazan bajo los pies y ramas que susurran nombres que aún nadie ha inventado. En el centro, un cenote duerme profundo, como un ojo antiguo. Y por encima del dosel, un cielo inmenso, abierto, azul como promesa.
Sabe que en el corazón de ese jardín crece el árbol más importante de todos: el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. No es un simple árbol, sino un símbolo, una frontera. Su fruto otorga lo que hasta ahora ha sido reservado solo a Dios: la conciencia moral. Saber qué está bien y qué está mal. Saber que se sabe. Y eso lo cambia todo. Quien come de él deja de ser un animal que desconoce su propia existencia para transformarse en algo nuevo: un ser que, con el tiempo, será capaz de conquistar las estrellas, nombrar galaxias, desencadenar la energía del átomo y moldear la materia a voluntad. Es el primer paso hacia la divinidad, y el precio, la pérdida de la inocencia.
Lucifer se mueve entre sombras con la paciencia de quien ha visto siglos y sabe esperar. No tienta por crueldad. Provoca para despertar.
Yavhe es considerado por el reptil como un Dios brillante, histriónico, narcisista y, a veces, psicópata, si es cierto que es un artesano genial, pero insoportable en su grandilocuencia. Su voz lo llena todo, siempre hablando en nombre de la creación, siempre nombrando, ordenando, señalando. ¿Y qué es el Edén sino una escenografía eterna donde dos criaturas, Adán y Eva, juegan sin saber que están dentro de una obra cuyo guión no entienden?
Y la serpiente... observa. Sola, lúcida. Sabe lo que viene después, y aún así, no puede evitar quererlo. No por maldad, sino por justicia: ¿de qué sirve la perfección si no puedes cuestionarla?
Es bajo la sombra del gran árbol, cuyas raíces huelen a tierra mojada y a relámpago antiguo, donde decide actuar.
—No hablo para tentaros —susurra, enroscándose alrededor de una rama baja—. Hablo porque vosotros ya sabéis. Lo sentís. Lo habéis notado anoche, cuando Eva preguntó qué es un sueño. O cuando Adán se detuvo ante su reflejo en el agua más tiempo del necesario. ¿No es así?
Adán mira el fruto. Ya no es un niño. En sus ojos hay duda.
—¿Y por qué no lo quiere Él? —pregunta.
—Porque os teme —responde el antiguo Angel—. Si lo coméis, seréis como Él. Yahvé no desea compañía, solo espectadores.
Eva alza la fruta. Sus dedos tiemblan levemente.
—Dices que conoceremos el bien y el mal. ¿Y si elegimos el bien?
—Entonces seréis libres —contesta la serpiente—. Porque nadie puede ser bueno sin haber podido ser malo.
Hay un silencio espeso como la miel. Luego, el crujido suave de la fruta al romperse en los dientes de Eva. Adán la mira, y come también.
Todo cambia sin cambiar. El viento es el mismo, pero ahora tiene memoria. El agua sabe igual, pero evoca. Las hojas siguen verdes, pero ya no son eternas. Y Adán, mirando a Eva, ve su cuerpo. Y se ve a sí mismo. Y se ruboriza.
—Estamos... —dice Adán— desnudos.
—Estamos —repite Eva. Y sonríe, pero sus ojos se humedecen.
Y algo más ocurre. Se miran con otra intensidad. Donde antes había inocencia, ahora hay chispa. El cuerpo del otro ya no es paisaje, es secreto, tentación, puerta.
El deseo arde, y con él, la conciencia. Saben que está mal, y quizás —solo quizás— por eso mismo les gusta más. La fruta ha despertado en ellos no solo el ansia de saber, sino el deseo de darse.
Se buscan con torpeza y asombro, como si fuera la primera vez, aunque ya se hubieran rozado antes, sus cuerpos ya conocen la humedad compartida del sudor y el roce. Ahora todo es distinto: el contacto no busca un desenlace espasmódico, sino la revelación de pequeños misterios. Eva descubre el calor en los hombros de Adán, Adán se embriaga con el aroma escondido en la nuca de Eva. Entre sus cuerpos surge la risa inesperada de un gesto torpe, una sonrisa que se mezcla con el deseo, añadiendo ternura al fuego que crece entre ambos.
Sienten placer en dar placer como en un bucle creciente: boca, piel, manos, espasmos, latido y fuego. El mundo entero se reduce a ellos dos, y en ese roce de cuerpos, un intercambio de hálito y humedad, todo converge hasta que, por fin, estalla:
—En él, como un relámpago nocturno comprimido en una tormenta de verano, que rompe el cielo seco con un rugido y una línea blanca que atraviesa el mismo cielo.
—En ella, como una granada madura que explota en silencio, rebosando su pulpa cálida, fértil, irrepetible.
Y entonces...
Entonces, la voz llega. No como un trueno, sino como un eco que duele:
—¿Adán? ¿Dónde estás?
El hombre toma a Eva de la mano y corren entre los arbustos, cubriéndose con hojas como niños culpables que acaban de inventar la vergüenza.
La serpiente no los sigue. Solo mira al cielo, exhala un suspiro antiguo y se pierde entre la espesura.
Por fin empieza la historia.